LA ÀVIA. Un mes de escritura 7.

Es domingo por la mañana y suena de lejos una misa televisada que habla de darle merecidos azotes a no sé quién y luego un coro canta que es "palabra del señor". La Àvia, ya casi centenaria bisabuela, la mira, la escucha, la siente, con clara y viva atención.

En la habitación dónde dormimos hay un crucifijo. Un señor barbudo clavado en una cruz de madera, con la cabeza caída, mirando al lecho desde donde escribo. Una cama de barrotes toscos, de hierro pintado de negro, con sábanas color blanco luz y almohadas bordadas con hojas sutiles y unas iniciales finas.

Una habitación vacía de otoño a primavera, plenamente viva en verano. Por turnos, hermanos, hijos, nietos y primos pasan desde hace décadas. Yo solo puedo ser oyente de todas las anécdotas. Esta familia está sostenida por la longeva presencia de la Àvia. Ella no tiene la cabeza caída, pero sí nos mira, sigue atenta, mirando a sus nietos y bisnietos, disfrutando todavía de ellos, a pesar del andador que llegó con la pandemia, de su desgaste. Anda poco a poco, pero anda.

La misa sigue sonando, "santo santo santo es el Señor".

No sé cuán santo es su Señor, no sé qué tienen de verdad los cantos. Lo que sí sé, con pruebas y sin dudas, es que la Àvia vive atravesada por él, por sus hijos, sus nietos y bisnietos.



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